Cordeluna

Gloria miró al recién llegado, y, durante unos segundos, tuvo la sensación de que estaba a punto de ahogarse. No podía verle la cara porque el Sol estaba justo detrás de su cabeza, envolviendo su pelo en un aura de fuego que apenas se podía mirar, pero había algo en él, en su silueta, en el tono de su voz, en sus manos finas y fuertes, que la atraía con una intensidad como no había sentido jamás en su vida. Ella siempre había pensado que eso del flechazo era una estupidez de novela rosa. ¿Cómo iba a enamorarse de un perfecto desconocido en cuestión de segundos, sin saber nada de él, sin saber qué clase de persona era? Y sin embargo, aunque se lo negara a sí misma, no podía evitar decirse que aquella estúpida trepidación que hacía que le temblaran las manos era un enamoramiento repentino. Sabía que se iba a pasar todas las semanas que les quedaban por delante tratando de verlo, de estar cerca de él, de que la mirara. Y eso era horrible, absolutamente espantoso, porque a juzgar por las únicas palabras que había pronunciado, aquel tipo debía de ser un imbécil insufrible y arrogante.

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